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jueves, 17 de febrero de 2022

TÍTULO: Olvidado

AUTORA: Lola Enguídanos

986 palabras

 

 

           

            Al intentar coger la primera caja, de la torre que conformaban otras de igual tamaño, algo cayó al suelo que produjo un golpe fuerte y seco al estrellarse contra el pavimento. Se asustó y, de súbito, se escondió en el pequeño hueco que quedaba libre debajo de la escalera. Temió que los habitantes de la casa lo hubieran oído y acertó, porque desde su escondite, a oscuras, oyó chirriar la puerta al abrirse y el clic de la llave de luz iluminó con desgana el sótano. Sintió el crujir de los peldaños de madera vieja sobre su cabeza hasta  mitad de la escalera. Imaginó que quien bajara estaría mirando en todas direcciones en busca de algo, o alguien, que hubiera producido el ruido. Con cautela, el hombre que descendía en su inspección, miró al lugar donde el trofeo ganador de una maratón, doce años antes, yacía en el suelo. Bajó los peldaños que faltaban y asió el objeto. Al amparo de la tenue luz de la bombilla, situada en el centro de la habitación, leyó la inscripción emborronada por el polvo, la humedad y el tiempo, sonriendo con una mueca de burla y satisfacción a la vez. Quedó de espaldas a la escalera, y no vio al intruso que no respiraba, de pronto una voz de mujer, que Víctor reconoció atenuada por la distancia  hasta su escondite, en la puerta del sótano preguntó si había algo. Volvió el hombre a dejar el objeto sobre la primera caja pero recostado. Había caído, pensó, por la poca base de la esbelta figura al roce con algún roedor. Con desgana, lento, y mirando en todas direcciones, contestó que pondría veneno para las ratas. La puerta se cerró después de dejar en penumbra el lugar.

            Víctor esperó unos minutos para salir de su refugio, y se dirigió de nuevo a la primera caja. El trofeo, en su nueva posición  horizontal, servía de improvisado contrapeso para que las alas de la tapa no se irguieran. Lo cogió y, como el otro, leyó la inscripción: XVI edición maratón de Valencia. Primer clasificado. Víctor no sonrió al recordar.

            Era temprano y hacía fresco, con el atuendo de corredor: pantalón corto, camiseta de tirantes, y el dorsal asido en el pecho, Víctor se adornaba con saltitos y giros de brazos hacia delante y hacia atrás. Se había preparado a conciencia el último año con una estricta alimentación; regulaba los descansos, acudía al  gimnasio, y casi todos los días entrenaba por el cauce del río. Los compañeros del club corre corre, lo animaban haciéndolo  sentir favorito, y no  defraudó. Llegó exhausto, chorreando sudor, y con tres kilos menos desde la salida. Ávido, buscó a su mujer entre los congregados en la línea de meta, y no estaba. Sintió una inmensa tristeza que empañó la felicidad de haber sido el mejor.  Se preguntó qué había hecho mal para que Begoña lo castigara constantemente. Cuando llegó a casa, le ofreció el trofeo y el ramillete de flores silvestres que había ganado, a ella, que seca y distante puso las flores, sin agua, en un recipiente cualquiera, y la estatuilla sobre una balda de la estantería del despacho.

            Recordaba el esfuerzo convertido en esbelta figura, ahora fría, y las lágrimas no afloraban,  rozó con los dedos la mejilla, y ningún líquido corría por ella. Con cuidado, lo depositó  sobre un mueble amontonado con otros contra la pared, y alcanzó por fin la primera caja bajándola a ras de suelo. Al abrirla, sintió de nuevo deseos de llorar y no pudo. Sus cuadernos de relatos todos mezclados, cuando él, los guardaba rigurosamente numerados y ordenados, algunos con señales inequívocas de haberse mojado, de haber sido maltratados, con hojas hinchadas y rotas. Seguía sin poder llorar, pese al desconsuelo que la visión le producía.

A Begoña nunca le gustó su afición a la escritura, eligió ciencias en el instituto y no llegó a matricularse en la Universidad. No recordaba cuándo empezó aquel calvario, discutían por todo y por nada,  y ese era un motivo más. Lo culpaba a él, que se licenció en Filología, de que ella no empezara nada por casarse tan joven. Recordó las eternas riñas sin motivo, Begoña comenzaba con cualquier insignificancia, calentaba el ambiente para que Víctor entrara al trapo,  y esperaba el momento álgido para irse a dormir a la habitación de invitados; la mayoría de las veces, daba un portazo y salía de casa para volver horas, alguna vez días, más tarde. Cuando intentaba mantener una conversación razonable de personas; de amigos, de amantes, de marido y mujer; ella lo dejaba con la palabra en la boca.

            Un ruido acompasado lo hizo quedarse quieto escuchando. No le era extraño, sabía que después de alcanzar el clímax, ella, reiría. Begoña rió dos veces, y Víctor sintió partírsele el alma. Lo apartó de ella, lo obvió  sin disimulo, pero nunca se lo confesó. ¿Cuándo y dónde conoció al otro?   Las noches durmiendo solo se hicieron eternas. Acabó tomando somníferos para descansar y poder afrontar el día de trabajo con cierta normalidad. Volvía a casa y ella no estaba. Ya no discutían porque no hablaban, ni siquiera un cruce de miradas. Los días pasaban como inquilinos de la misma pensión. Víctor no sabía qué hacer, hasta que una noche de principios de mayo, Begoña llegó de madrugada medio borracha, y la abordó. Le propuso el divorcio y ella, sin orgasmo, rió. Sintió burla en aquella risa extraña que no había, en tantos años, conocido en su mujer.

             Siguió rebuscando en la primera caja y palideció. El recorte de un periódico, dentro del cuaderno de relatos numerado con el diecisiete, le devolvió su identidad de olvidado:"La policía no tiene pista alguna del filólogo Víctor Álvarez, desaparecido en la madrugada del cinco de mayo de dos mil ocho", hacía ya diez años. Aceptó entonces su condición de espíritu, y volvió a su tumba bajo el cemento del sótano.

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