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jueves, 17 de febrero de 2022

 TÍTULO: LA FERIA, EL TOBOGÁN Y OTROS

AUTOR: Pablo Romero

1358 palabras 



¿Qué  niño no se desvive por montar en los dóciles caballitos, la majestuosa noria o experimentar la trepidante velocidad del carrusel de una feria? ¡A todos! Bueno, a todos los que conozcan estos divertidos artilugios. Quienes no los conozcan, echan a volar la imaginación repleta de fantasía y se inventan sus propios juegos y divertimentos. La vejiga de un cerdo será suficiente para improvisar una liga deportiva; las patatas, maquilladas y vestidas con retales, se convertirán en muñecas e incluso pasarán a formar parte del circo de marionetas; el abollado bote de lata hará las veces de útil brasero, o una compacta  pelota de trapo será suficiente para entablar un partido de béisbol.

Las itinerantes ferias lúdicas de la primera mitad del siglo anterior, solían emplazarse en las capitales de provincias y en las ciudades más notables, por lo que prácticamente eran disfrute habitual de la población autóctona y, de forma muy esporádica, por vecinos de pueblos cercanos. Mayores y pequeños saben de la existencia de estas por el rumor que les llega de oídas, pero no llegan a formar en su mente una idea aproximada de este cuchicheo del que no se tiene referencia visual y por lo tanto no se echa de menos esta fantasía.

Del recinto ferial también forman parte algunos tenderetes que ofrecen  golosas pitanzas, que no se encuentran en la vida ordinaria. En la propia inopia de quien no conoce estos puestos, se crea una falsa ilusión cuando hace de su buena voluntad comprar un “algodón de azúcar” para sus hijas  como atractivo regalo. La realidad da al traste con el obsequio, cuando  horas más tarde llega al pueblo y haber desaparecido el gracioso volumen del presente, del que tan solo queda de él un escuálido palo pegajoso. El regalo se transformó en desengaño de unas crías ilusionadas y en desconcierto del padre generoso.

 La feria en el pueblo, al que me voy a referir, se limitaba a la visita casual de saltimbanquis itinerantes, que convierten sus actuaciones en acto festivo. Tampoco es despreciable el flamante caballo de cartón  usado como reclamo para fotografías en las fiestas, o del carromato de los helados que el dueño  empujaba desde el pueblo de al lado. No obstante, esta itinerante festividad  la suple el tobogán autóctono, que es de plaza fija,  abierto todos días y noches y que además es gratuito; me refiero a “La Peña Escoladera”. Es esta” peña”, una mole de piedra rodena lisa, ancha, de considerable longitud y desnivel. El socavón  de  cabecera, donde cayó una bomba en guerra, es el lugar elegido para comenzar el corrimiento por su áspera lengua. La fricción de la piedra con el pantalón produce verdaderos estragos en la tela del mismo, por lo que, a veces, y para evitar el destrozo de los calzones o incluso quemaduras en el glúteo, se colocaba debajo de la prenda algún cartón, trozo de serón viejo, o incluso una piedra llana. Para imprimir mayor velocidad en el deslizamiento, la losa es aliñada con tierra fina y seca, creando así una capa intermedia entre ambas piedras.  Incansablemente, una y otra vez se repite el descenso. Todos los críos disponen de un bono multiviajes gratuito en el que tan solo se exige la condición de esperar el turno. Para proporcionar más emoción al descenso se forma un  “tren de enganche” con cuatro o cinco chavales, que ya sea por desequilibrio o por maldad, precipitará un embolique de cuerpos al final de la lengua. Los efectos secundarios de este carrusel se hacen visibles en el cuerpo, exhibiendo igual que trofeos,  los moratones y rasguños. No obstante, y a pesar de que la “feria” era gratis, los efectos terciarios llegaban cuando el ínclito, sofocado y desaliñado niño abre la puerta a hurtadillas,  pretendiendo eludir la mirada distraída de su madre al roto del pantalón. El quiebro dura lo que dura un pastel en la puerta del colegio y no tardará la madre a sacar a pasear la zapatilla, ya que le tiene amenazado el ir a jugar en la “escoladera”. Los rasguños tienen menos importancia y cicatrizarán por su natural, pero el zurcido o el remiendo del pantalón incrementan  en parte el puzle multicolor de los calzones.

El tobogán permanece impertérrito todos los días, incluso en verano que es  cuando la  feria amplía su oferta. Esta, tiene el preámbulo en la siega, cuando se prepara la era como circuito para la trilla del cereal. Todo el perímetro de la pista tiene que estar acondicionado y limpio para poder ser recubierto por un grueso manto amarillento de mies bronceada. Esta gruesa piel de espigas y paja es pisoteada repetitiva y circularmente por el animal tirando del trillo. Esta tabla o trillo, de considerable peso y recubierta en su parte inferior por cuantiosas  piedra  pedernal, incrustadas en la madera para separar el grano de la espiga, actúa como base para el trillador, que vuelta tras vuelta se desliza sobre la parva. No se trata de una competición de velocidad, más bien de constante resistencia. Como invitados a este carrusel acudimos a la era para disfrute de esta atracción, que también nos complace con la  gratuidad de la misma. Subidos en la tabla y cogidos del cinturón de seguridad, que presta sin protestar el rabo del animal, se suceden las vueltas al coso ferial hasta conseguir separar el grano de la paja.

Cuando a bien lo tiene el dios Eolo (dios del viento), se aprovecha su gracia para separar la trilla mediante el procedimiento del “aventado”. Beneficiarse de las circunstancias  propicias del momento es conocido en el lenguaje práctico  como: “Aventar cuando hace aire”.

 El pajar repleto de paja, ya separada del grano, será la siguiente atracción a la que  desafiamos sin miramiento de hacernos daño. La mullida colchoneta de bálago amortiguará la caída desde la cimbra al sótano del pajar. Así hemos conseguido dos atracciones en una: carrusel y colchonetas.

Con la llegada de las rudimentarias trilladoras mecánicas perdimos el cincuenta por cien de la feria y nos quedamos sin circuito, a pesar de que se continúa con la colchoneta. Esta vez, la paja se introducía, desde la trilladora al pajar, por un tubo que este armatoste  direccionaba hasta el lugar elegido.

La trilla y el verano hacen buenas migas  con otra atracción: El barraco. Es allí donde se disfrutan de los juegos acuáticos entremezclados con renacuajos, ranas y alguna que otra culebra de agua. No hay  taquilla; también es gratis.

Los gélidos inviernos de los abuelos de quienes ahora ya lo somos, dieron, a veces, protagonismo fortuito a la balsa de riego, convirtiéndola en pista improvisada de patinaje sobre hielo. Las horas mañaneras de taberna y el vino desmesurado sin templador, hacen estragos en el conocimiento de los presentes y les aventuran a practicar un patinaje destarifado. En alguna ocasión, cuando el nivel de alegría no tiene más que perder,  lanzan de forma grotesca a la pista de hielo,  la burra de alguno de los beodos, que cual dron se defiende abriendo sus patas buscando estabilidad. Al pobre équido (que creo sabe lo que le espera), lo llevaban arrastras y empujándole a esta feria. Las sociedades en defensa de los animales, ni están ni se les espera, al menos durante aquellos años.

Con el paso del tiempo, hemos visto desaparecer parte de la Peña Escoladera, por un bocado que le dio la carretera; los trillos,  eras y pajares pasan a ser reliquias de anticuario, eriales y solares; de los animales de tiro, ya ni se sabe de ellos, y del barranco que quedó sin agua, tan solo croando alguna rana solitaria.

Cada cual vive la feria en su momento y el de ahora es más aséptico, más seguro (hasta los suelos están acolchados), más regulado, pero con una música que, la verdad, ataranta. Los niños de hoy en día se libran de la zapatilla de su madre, porque ya no se rompen los pantalones; tampoco saben del picor en la piel que produce la paja de la trilla, ni de las charcas del barranco con renacuajos ni, por supuesto, de sabañones en los dedos como consecuencia de los  gélidos inviernos.

 

 

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