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sábado, 7 de marzo de 2015

CUADERNOS DE VIAJE Zhaji, la aldea de 1380 años, Bi Huèi 1

Bi huèi es una reunión donde un grupo de artistas pintan juntos. Una tradición donde dejar los dibujos es un acto de respeto y cordialidad artística. Cuando Zhang Ling me propuso ir a Jing Xian, para buscar el mejor papel de China estaba lejos de saber que encontraría mucho más que algunas fabricas de papel. “Jing Xian de bin huei, shi hen Zhong yao” (“La reunión para pintar en Jing Xian es muy importante”) me dijo muy serio, comprendí que juntarse con otros artistas y hacer una sesión de tinta china, papeles grandes y brochas de todos los tamaños sería una nueva experiencia china.




Salimos en el CRH de Pekín a Nanjin a las 8:18. Como siempre las multitudes te acompañan como el fresco de una mañana primaveral: inevitables. Desayunamos un bol de pasta con carne picante y, con el estómago lleno y la boca insensible, buscamos el andén. Tras cinco horas a trescientos kilómetros por hora llegamos a Nanjin, y en la misma estación de tren cogimos un autobús hasta Xuangcheng. Desde la ventanilla del algo destartalado autobús, contemplaba la inmensa dimensión de la estación de Nanjin, con sus columnas de capiteles geométricos y sus cubiertas sin límites. Era evidente que las estaciones de trenes de Alta Velocidad estaban concebidas para que no se quedaran pequeñas en el futuro. A la salida, los pasos de autopistas se mezclaban con sus pilares de hormigón inmensos. Como suaves caminos de papel gris, las curvas se enredaban entre sí para dar paso, en los cruces, a las vías aéreas.

En Xuancheng Zhang Ling me explicó que en esta ciudad vivió, hacía mil años, uno de los poetas más famosos de china Li Bài. Con las imágenes de los reflejos de la luna en un lago y los recuerdos de aldeas natales de los poemas de Li Bài nos recogieron en coche unos amigos de Zhang Ling y, tras más de dos horas en coche por unas carreteras demasiado estropeadas, llegamos a Jing Xian. Casi doce horas de viaje desde la capital.

A la mañana siguiente, creyendo que veníamos a pasar un rato dibujando con tinta china y descubriendo papeles de la más alta calidad, salimos en coche hacia otro destino desconocido: Zhaji, me dijeron. Una de las más viejas aldeas de China. No pregunté, “paciencia”, me dije.


Como en tantas ocasiones dejarse llevar es la mejor de las opciones. Las ideas preconcebidas son malas consejeras cuando viajas por China. La confianza en Zhang Ling y su carácter estético era la única prueba que necesitaba, cerré los ojos a la lógica e intenté comprehender el paisaje rural y lleno de vida que desfilaba por mi ventana.


Zhaji apareció como una calle más, sin mucho que llamara la atención. Tras unos giros llegamos a campo abierto. Un par de bueyes rumiaban con las pezuñas negras cubiertas de lodo cerca de un riachuelo. Seguimos la senda.


Poco a poco, el sendero de barro se iba cubriendo de amplias losas de granito y el riachuelo se transformaba en un foso algo más caudaloso del que se levantaban paredes de piedra que serpenteaban a lo largo del pequeño río. Un puente con un arco de medio punto presidía el paisaje con la solemnidad de toda una vida viendo pasar el agua bajo sus pies. “El viento púrpura viene del oeste. La inscripción literaria sobre la pared del puente demostraba hasta qué punto la sutileza y la belleza están ancladas en la cultura ancestral china. El Puente, que llevaba el nombre “Dios de la Riqueza” controlaba, en la antigüedad, el paso del agua mediante una compuerta.


Como si pasar ese puente significara atravesar una puerta temporal, las casas, las terrazas de piedra y los balcones de bambú se añadían al camino como quien desea dar la bienvenida al viajero inconsciente. Un toque de ancestral belleza me inundó como los rayos de sol que las nubes esponjosas dejaban pasar de vez en cuando.


Las casas estaban dispuestas a ambos lados del riachuelo. Sentados en sus puertas algunos rostros ajados por el tiempo y llenos de arrugas de sol, me sonreían al pasar. Todas las puertas estaban abiertas. Del interior asomaban aromas de maderas y luces de patios sin techo. Miradores y pasillos cubiertos prometían paseos de belleza contenida. Frente a los bosques de bambú, algunas de las residencias más antiguas parecían conscientes del lugar privilegiado que poseían, dignas del paisaje se elevaban fundiéndose con la vegetación y el tiempo de forma magistral.


Sentado en una roca del camino y frente a una curva del río, saqué el bloc y los lápices y esbocé algunos detalles del paisaje. Los trazos y grafismos del grafito 8 B parecían aportar la nostalgia densa y pura que necesitaba, las líneas retorcidas de las raíces y árboles o las rectas y curvas de las construcciones con sus puertas redondas. Mientras rayaba, disfrutaba haciendo mío el espectáculo. Un dibujo tras otro fui aprehendiendo el paisaje y conociendo sus detalles. Algo escondido, supe que ya era mío, tenía que captar la esencia del momento y sólo los tonos de gris eran capaces de aportarme armonía, serenidad y la belleza necesaria para sentirme estéticamente tranquilo.


Cuando el grupo me encontró me indicaron que teníamos que irnos, los papeles y la tinta china nos esperaban para el Bi huì. Con un punto de tristeza me despedí del paisaje de tiempo y la sorpresa de descubrir siempre lo más inesperado en China.


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